sábado, diciembre 06, 2008

Y mamá.

Si quieren, refresquen un poco esto antes: http://crayonesybaba.blogspot.com/2007/02/la-seora-barbieri.html
No es necesario, igual.

Qué lindo volver.

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- ¿Y mamá?

La señora Barbieri raspaba los bordes del plato de porcelana con la cuchara.

- Ya va a venir- dijo mientras acercaba la cuchara repleta de puré de zapallo a mi boca. A mí me gusta mucho el puré de zapallo. La cuchara venía lentísima a mi boca abierta. No pude con la ansiedad y estiré la cabeza para alcanzarla. Cuando creí que la tenía, cerré la boca y me manché todo. Tenía toda la pera y el babero naranja-zapallo, pero igual pude comer un poco.

- Mirá lo que hiciste, Gaby- con paciencia la señora Barbieri agarró una servilleta y me limpió la boca. – Ahora vas a dejarme a mí, ¿dale?

Más enérgica, raspó todo lo que quedaba del puré de zapallo en el plato de porcelana. Luego levantó la cuchara e hizo ruidos de avión mientras la cuchara iba volando hacia mí en círculos. Encantado con el juego, abrí la boca gigante como de cocodrilo; y cuando el avión se dignó a llegar, la señora Barbieri y yo dijimos “Aaamm” al unísono. Nos morimos de risa. Era uno de nuestros juegos favoritos.
No quedaba más zapallo. La señora Barbieri agarró el vaso de vidrio lleno de agua y me lo acercó a la boca. Lo hice bastante bien. Se me hizo un hilito de agua por el costado de la boca mientras tomaba. La señora Barbieri esta vez no dijo nada, y me lo limpió con la servilleta.

- Bueno, Gaby, vamos que es tarde- dijo la señora Barbieri y se levantó a dejar el plato en la pileta.

Ahí pasó. Fue sólo un pequeño quejido, pero la señora Barbieri se dio cuenta y esperó. Poco a poco vio cómo mi cara se endurecía y se ponía más y más roja. Tímido y después no tanto, el olor fue esparciéndose por la cocina. Suspiré tranquilo cuando terminó todo.

- ¿Hiciste caquita Gabriel?- preguntó la señora Barbieri.- Vamos a tu cuarto así te cambio.

Me ayudó un poco- no necesitaba mucha ayuda- a salir de la silla. Después me dio la mano y fuimos a mi cuarto. Mi cuarto tenía las paredes blanquísimas. Tanto que daba ganas de agarrar los crayones y pintarles cosas bien bonitas encima. Me imaginaba algún monstruo enorme de color rojo y cosas así; y, más que nada, la familia entera dibujada con todos los colores. Gigante como la pared tan blanca. Pero no, yo ya sabía que si lo hacía se enojaba todo el mundo. Como esa vez que papá se enojó (no quiero hablar de eso).
El cambiador era una mesa vieja al lado de la biblioteca. Yo alcé las manos, así la señora Barbieri podría poner las suyas en mis axilas. Con un saltito y un “¡jop!”, ya estaba en el cambiador con las patas abiertas. Era cerca del mediodía, pero yo todavía tenía puesto el pijama. La señora Barbieri siempre me lo sacaba después de comer, cuando ya se hacía tarde, porque sino me manchaba toda la ropa linda con puré de zapallo o cosas así. Horrible quedaba. La señora Barbieri puso sus manos en mi cintura para sacarme el pantalón del pijama. Lo hizo rápido y sin problemas y ni siquiera tuve que levantar un poco la cola para que fuera más fácil. Sin el pantalón, quedaron sólo mis patas blancas y mi pañal también blanco. Sonreí un poco cuando vi tantos blancos distintos sin dibujar. Las paredes todas, mis patas, el pañal y hasta el pelo de la señora Barbieri. Creo que ella no se dio cuenta. Buscó las tiritas de cada costado del pañal y tiró. Como un siseo que explota, las tiritas hicieron un sonido como de cinta scotch y el pañal se abrió. Adentro, el pañal no era blanco.
Un desastre. Intenté mirarlo por encima de mi panza. Y pensar que todo eso acababa de salir de mi cuerpo. No lo entendía; pero no se hacía esperar y al ratito lleno toda la habitación de un olor hediondo. A mí me divertía saber que todo ese espectáculo era por mí culpa. Como si fuese el director de una orquesta o de una obra de teatro. Sonreí ancho y rechoncho. La señora Barbieri miró el desastre y sin decir nada me retiró el pañal y comenzó a limpiarme la piel amarronada. Primero agarró algodón y lo mojó con un líquido color crema. Creo que se llama óleo. Una vez me lo dijo pero me olvido porque me importa poco. Me lo pasaba por toda la cola, y cuando el algodón se ponía muy marrón, lo cambiaba por otro. Siempre me daba un poco de risa cuando me pasara el algodón por ahí abajo. Una vez me divirtió tanto que me hice un poco de pis y algunas gotitas terminaron en la camisa floreada de la señora Barbieri. No me podía parar de reír. La señora Barbieri fue suave conmigo pero igual me retó. Ahora ya casi nunca me hacía pis mientras me pasaba algodón, y menos me manchaba las camisas de la señora Barbieri. Pero aún no podía evitar reírme cuando me pasaba el algodón húmedo por ahí abajo. Ella no me decía nada y hasta a veces sonreía al verme reír. Pasó eso esta vez: el algodón me daba risa y la señora Barbieri me sonreía mientras me limpiaba la caca. Primero, me limpió los dos cachetes de la cola. Eso era fácil y no tardaba casi nada. Después, el algodón pasó por las bolitas y el pito. Ahí me morí de risa- igual, también fue rápido. Se tuvo que poner más minuciosa con algunos pelitos donde quedaba caca pegada. Frotó un poco y salió.

- ¡Es tardísimo!- dijo la señora Barbieri con mueca falsa de horror cuando miró su reloj.
- Sí, ¿no?- le contesté.- ¿No debería haber llegado ya?

Extrañamente coreográfico, sonó el timbre cuando terminé de formular la pregunta. La señora Barbieri lanzó un gritito al aire. Los sonidos que no controlaba a veces la ponían nerviosa.

- Voy a atender. Vos mientras cambiate solo, ¿si?- dijo y me dio la ropa con olor a laverap.

La casa tenía una acústica terrible, se escuchaba todo en toda la casa. Cuando se fue del cuarto, sentí cada uno de sus pasos percutir la madera del piso hasta llegar a la puerta de entrada. Hasta el giro de la llave se escuchó. Escuché atento y recreé toda la parte visual en mi cabeza mientras me ponía el pantalón y la camisa.

-Buenos días, Nelly.
- Hola, Julito.

Silencio. Seguro se dieron un beso. La señora Barbieri sabía que se escuchaba casi todo en la casa. Entonces se dieron un beso suave, sin ese chasquido tan común. Probablemente también intercambiaron algunas palabras por lo bajo, cada uno cerca de la oreja del otro. Pasó un tiempito. En eso, me puse las medias y ya empezaba con el zapato derecho. Entonces, la señora Barbieri se hizo escuchar.

- Esperá acá, que le aviso al señor Ernesto.

Me ponía los zapatos y oí las pisadas de la señora Barbieri que volvían.

- ¿Si?- pregunté justo antes de que llegara al umbral de la puerta. La señora Barbieri no se sorprendió.
- ¿Podría retirarme ahora, señor Ernesto? Falta menos de media hora para el mediodía.- dijo con cierta aflicción en la voz para lograr condescendencia.
- Sí, sí, está bien señora Barbieri. Igual, tengo que ordenar algunos papeles todavía antes de irme. ¿Mi portafolio está en el living?
- Sí, en el living, señor.
- Gracias. Que tenga un buen día, señora Barbieri.
- Usted también, señor Ernesto.

La señora Barbieri hizo un ademán de despedida y caminó dos pasos fuera del umbral.

- Ah, una cosa.- dije.

La señora Barbieri volvió a aparecer en el umbral.

-¿Sabe usted dónde está mi mamá?

La señora Barbieri escuchó y levantó el brazo del reloj.

- En un ratito. Ya va a venir.

-

martes, junio 17, 2008

Verde, rojo

La casa crujía. Crujía la madera del piso, los muebles, hasta los dientes de Diana cuando dormía. Alejandro seguía despierto, abajo (el dormitorio de ellos estaba en el primer piso). No podía dormir. Nunca podía dormir hasta mucho después que Diana. Eso les había causado algunas peleas, pero hubo tiempo para que se acostumbraran. Entonces Alejandro casi todas las noches, bajaba las escaleras- las escaleras siempre crujen- y se quedaba en el comedor junto al fuego. Sí, tenían una chimenea y la encendían por la noche. El fuego creaba un clima acogedor, pensaban Diana y Alejandro. Así como el sueño a destiempo, el fuego también fue rutina en invierno.
La televisión andaba mal. Los colores, la pantalla se había vuelto loca. Así lo explicaba Alejandro. Donde debía ser verde, rojo. Y así. Se habían acostumbrado y ahora miraban la televisión igual. Como si donde verde, verde. Alejandro se quedaba entonces viendo la televisión todas las noches. Diana arriba siempre durmiendo.
Diana tenía el sueño liviano, no hacía falta mucho para que se despertase. De tanto en tanto recordaba sus días en la ciudad; el ruido de la calle que no la dejaba dormir. Alejandro procuraba bajar el volumen para no despertarla. Las chispas del fuego se mezclaban con el susurro de la televisión, la madera crujiente, mate amargo y amarillo que es naranja.

Una noche alguien golpeó la puerta. El sonido se vio ampliado por la hora ridícula. Alejandro dejó el mate en la mesa y se arrimó hasta la puerta.

- ¿Quién es?

- Tu abuelo.

- Mi abuelo está muerto.

- Ya sé.

Alejandro abrió la puerta y pasé.

Me señaló el sillón vacío cerca del fuego. Él se sentó en el otro. La televisión susurraba y hacia muecas turquesas. Alejandro comenzó a cebar mate (tuvo el gesto de cambiar la yerba). Quedaba bastante agua en el termo así que decidió no calentar más. Pasaron dos, tres, seis, siete. Ahora se veía una pareja de tez azulada gritando estúpidamente bajo.
Siguieron los mates, cada vez más insulsos. Algún mueble se quejó- más fuerte que la gente azul. El silencio se opacaba con el agua del termo. El tipo azul perseguía a la mujer con un hacha fluorescente. La mujer corría asustada, lanzaba grititos. Pobre estúpida: tanto su horror pero la casa rechinaba más fuerte. Alejandro ni veía. Sus ojos apuntaban al televisor porque sí. Estaba más preocupado por encontrarle la última gota al termo.
El tipo azul estaba a los hachazos a la puerta del baño. Ella del otro lado comenzaba a gritar de nuevo. Se puso rosa del susto. Alejandro opacó sus gritos con el ruido de la bombilla. Se le escapó un leve suspiro: era el último. Quedó unos segundos en silencio. Sacudió imperceptiblemente la cabeza, como queriéndose sacar el silencio ya sin mate de encima.
Entonces habló, y sus palabras salieron rumiantes, casi como vino añejo.

- ¿Todo bien?

- Sí, sí, todo bien.

Alejandro sonrió de cortesía. Como si su cara dijese “me alegro” o algo así. Luego volvió la vista a la pantalla. Seguimos así un rato. El tipo azul moría congelado al final de la película. La mina escapaba con el hijo. Sí, había un hijo. Alejandro recién se dio cuenta de que llegaba a su fin cuando la pantalla se puso toda negra (amarilla) por los créditos.
Se levantó. El fuego chispeó como un perro con su dueño. Me levanté con él, más que por cortesía, por caridad. Lento y pesado se dirigió a la puerta. Nos apretamos las manos y deseamos suerte. Alejandro abrió la puerta.


Toc. La puerta fue seca al cerrarse. Alejandro la cerró con llave y luego volvió frente al televisor. Estaba cansado pero no muy cansado. No le gustaba eso de quedarse un rato en la cama hasta dormirse, prefería ir agotado hasta la última gota. Como el termo.
Le dio sed. Pensó en prepararse un café. Se levantó con todas sus rodillas regurgitándole quién sabe qué mala palabras. Fue a la cocina, llenó la pava con agua y prendió la hornalla. Se quedó unos segundos mirando el fuego. Luego lo apagó. Era demasiado tarde para tomar café.
Volvió al sillón, al televisor. Cambió erráticamente los canales mientras observaba el fuego de la chimenea. No tenía frío pero lo alimentó igual. El fuego chispeó alborotado y las maderas todas crujieron con él. Alejandro intentó callarlas con la mirada y buscó en el aire algún ojo inquisidor que diera cuenta del delito. Esperó unos segundos. Luego suspiró aliviado: sólo se escuchaba a los lejos el eco de los dientes crujiendo. La tensión lo agotó y supo que era momento de ir a la cama.
Apagó el aparato y las luces de la sala. Subió las escaleras a oscuras- cada uno de los escalones- y llegó al umbral de la puerta. La había dejado entreabierta. Sólo tuvo que empujar suavemente y entró. Diana dormía. No podía verle la cara porque tenía la frazada hasta bien arriba. Alejandro se sentó en la cama, dándole la espalda. El colchón se quejó al adaptarse a su peso.

La escuchó.

- ¿Todo bien?

Sonaba fresca. Alejandro volvió la cara a ella un segundo. Diana no se había movido en absoluto. Seguía sin cara, inescrutable. Alejandro volvió la cara a la pared.

-Sí, sí, todo bien.

jueves, marzo 27, 2008

La noche anterior a molerte a golpes


No, no me morí. Acá va algo poco condimentado. El próximo tendrá cañones y trompetas. Gracias a todos por el aguante. (¿?)

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--Llegué a casa, a la cama nuestra. Vos ya estabas dormida. Claro, era tarde. Hacía tanto calor. Dormías desnuda, como en tantas otras noches de verano. Linda escena, la persiana estaba abierta- la cerraría más tarde- y la luz de la luna le pegaba a tu cuerpo como de refilón, azulando tu contorno. Dormías de costado, del lado de tu mesita de luz, casi no te podía ver la cara porque la luna no le llegaba. Respirabas tranquila, como siempre que no te agarraba una de tus pesadillas. Lento, uniforme, calmo.
--No prendí la luz, no. Te hubieses despertado. Me hubieses preguntado donde estuve. Y para qué hacer más cháchara si vos y yo sabíamos el resto. No, no prendí la luz porque te preferí así: azulada, calma, casi sin poder verte la cara.
--Me saqué las ropas y las dejé por ahí. Calor. Estabas tan desnuda, azulnegra. Me recosté del otro lado del mundo. Vos hiciste como si nada otra vez. ¿Te acordás cuando no podías dormir sino te acariciaba la cabeza, mientras mirábamos alguna estupidez en la televisión? Y ahora dormías tan profundo, tan hondo. Tan hondo como el final de un pozo ciego. Me viene a la cabeza ese capítulo que tanto te gustaba. Cuando Traveler juntaba las cabezas con Talita para intentar soñar lo mismo.
--Tan desnuda vos. Te miré años esa noche. Siempre te miraba años. Te miro, delineo tu contorno para que no te me escapes. A veces me da ganas de dibujarte con la punta del dedo índice. Rozándote apenas.
--Pero no.
--La respiración encontró su ritmo mirándote. Una vez soñé con vos. Bueno, no una vez, claro, pero esta fue especialmente cálida. Soñé con tu sonrisa. No recuerdo nada más. Esa mañana te preparé el café. Creo que hasta te lo llevé a la cama. Vos dijiste gracias. Ahora te tenía azul, acá, sin sueños, sonrisa o café. De a poco fue lo mismo verte que pensarte. Me supe sin párpados y vos, finalmente, te confundiste con lo negro.

 
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