jueves, enero 25, 2007

Veintiséis




a Flor y ese París.


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Acaso no fue nada.

Y lo vi venir en la otra cuadra. Paró en el semáforo y esperé a una distancia prudencial para llamarlo. Sabés cuánto me cuesta, que aún no me acostumbro. Tantas veces erguí el brazo de más (nunca de menos, tiendo a la exageración) y a vos te daba entre risa y vergüenza mi indisimulable tosquedad, la manifestación de mi otredad tan alejada de tu metrópoli.
Ahí el leve chillido refinado al que ya me he acostumbrado y luego ese otro sonido como compuerta de nave espacial clase B. “Ochenta, por favor”. Siempre después la fuerza que me tira y el consecuente tambaleo, también tosco pero menos extranjero. Terminé al lado de alguien que no miré pero supuse con cara de adoquín rajado.
Por la ventana intentaba que se me confundieran las formas y colores. Fracaso previsto, demasiado cine. Entonces tanta figura pétrea en serie. Un edificio viejo que te gustaría, otro que no y otro que tampoco. “Mirá el empapelado, debe tener como veinte años” dijiste en el bar de madera. Piano y bandoneón en dos por cuatro de fondo-y-no-tanto, tus ojos inefables, el color caoba, los mozos arrugados, tu boca y ese labio inferior; qué sino poesía. Augusto deleite de olvidarse de Cronos y jugar a ser inmortales.
Como siempre, una canción en mi cabeza. No la recuerdo ahora pero seguramente no te gustaba. Comencé a tararearla orquestado con el motor que siseaba. Me resultó curioso verme acompañado en mi tarea. Una alegría, “cuán distinto sería el mundo si todos tararearan en el colectivo”, pensé en un arrebáto poético. No estaba seguro de si aquel colega cantante había entrado antes o después que mi persona. Tampoco lo miré, acaso la voz se apagaría si le daba una cara. De todos modos, mucha gente entró cuando llegamos a la calle Rivadavia y perpetuar el tarareo no hubiese sido ético.
Ya faltaba poco y no te miento si te digo que estaba ansioso. Seguí mirando por la ventana, el otro estaba ahí por algún lado atrás mío. Se subió una mujer embarazada, por suerte estaba atento y no tardé en cederle el asiento. Cuántas veces me hiciste notar mi despiste, cuántas mujeres embarazadas y viejitas con bastón o no, lo notaron indignadas. Hoy no, me sentí bien porque no. Sólo quedaban dos paradas, de todos modos. Muy, muy poco.
Bajé yo primero. No recuerdo si lloviznaba, si estaba a punto, o si acababa de. Seguro sí que arriba era todo blanco uniforme. Clima común en esos días. Semáforo en rojo, veinte segundos de espera y a cruzar la avenida. Opté por cruzar el parque, me encaminé entonces hacia la entrada. Él pasó primero, apenas. Me sincero: no sé si convenía a los fines prácticos pasar por el parque. Pero es tan otra cosa, ese parque es tan vos, saberte criada ahí le daba otro tinte; casi que se te respira entre los bancos, en el pasto, en los árboles que silban con el viento. Quizás sea porque intento respirarte en los capítulos en que no estuve, amarte desde donde la vida no me permitió. Aprehenderte, de manera afortunadamente imposible, mas sin dejar de lado ese saborcito epopéyico necesario para dejar fuera de foco a esta realidad de unos y ceros.
Seguí el sendero principal, una señora al costado le daba de comer a las palomas. Del otro lado, a veces estaba él. O sino también más arriba, o más abajo u otros grises de entremedio. Siempre alrededor, siempre cerca. Respirándote, pasaba, pasábamos, entre el viejito que leía en aquel banco verde, la parejita que no leía en aquel otro. Y así, hasta el final. Me adelanté, la salida era angosta. Sólo cruzar la calle y ya estar en tu cuadra, pero antes, semáforo en rojo. Otros veinte segundos de sangre coagulada.
Atravesamos ese último pavimento. Llegamos a tu puerta. Dejé que él te llamara. “Ya voy”. No pasó mucho hasta encontrar a través del vidrio la luz de tu ascensor que bajaba. Saliste, te sonreí y mis ojos te buscaron. Sacaste la llave de tu cartera y abriste la puerta de calle. Lo abrazaste, no tanto, y se fueron. Juntos.
Ahí sí recuerdo que me llovieron algunas gotas. Creo que llovía blanco, tan blanco, sin que me mojara. Apuré el paso para no perder el colectivo, tenía que volver a casa.
 
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