sábado, noviembre 14, 2009

A través del vidrio hasta avergonzarse

Rogelio presiona el botón redondo y de él sale una torpe luz amarilla. Digo torpe, porque Rogelio está acostumbrado a la luz roja de los botones del ascensor de su edificio, mucho más modernos que éste con esa pálida luz amarilla que ni siquiera llega a encender toda la superficie del redondel. Es el octavo piso, y el silencio desvelado acentúa impúdico los ruidos de poleas y tantos otros mecanismos que no conozco. Algunos sonidos sólo se dejan ver de noche.

Se miran sin querer verse pero sin saber qué hacer sino. Minutos antes, Rogelio supo que nunca más vería a Clara. Clara, por su parte, nunca se puso a pensarlo, pero en realidad lo sabía desde hace unos días. Ahora ensayan diálogos que al día siguiente olvidarán. Ella juega con su ojota izquierda, sacándosela y poniéndosela mientras se sostiene con la pierna que queda. Él mira su juego, y recuerda la primera vez que bajó a abrirle la puerta. Descalza y con un vestidito que apenas la disimulaba. Sin el menor reparo, como si ella decidiera cuándo el mundo entra y cuándo no.

Un olvido mentado deja el disco de Jorge Drexler en casa de Clara. Están a pasos de su puerta, esperando el ascensor para que ella le abra la puerta de entrada. Rogelio no lo olvida para volverlo a buscar, sino movido por la esperanza fatua de paliar el olvido. Los recuerdos son solubles en fábulas, pero la materia permanece. Conoce un poco a Clara- no hubo tiempo para más-, y sabe que si se lo dice, ella no aceptaría. Además, como buen hijo de un occidente nostálgico, considera más romántico el acto clandestino. La irracionalidad poética es lo único asequible en la tragedia del desencuentro.

Un sonido metálico lo devuelve a ficciones más cercanas. Llega el ascensor, la luz amarilla del redondel se apaga. Rogelio abre las puertas y deja pasar a Clara como le enseñaron de chico. Ahí, encerrados en ese cuadrado dos por dos, la extravagancia entra en clímax. Él hace un chiste, ella no lo escucha pero adivina el tono y se ríe. Todo resulta y desencajado. Un tiempo fuera del tiempo, un tiempo chueco, obligado a ser extraño a sí mismo. Dos viejitos bailando cumbia en un casamiento. Donde la torpeza no existe siquiera porque tampoco hay modo alguno de hacerlo bien.

De niño, en sus viajes por la ciudad, a Rogelio le gustaba mucho ir al zoológico. Cuenta siempre su madre que cuando su hijo miraba los elefantes, ya pensaba en las jirafas; y cuando las jirafas, los leones. Ahora Rogelio y Clara en el encierro obligado por cincuenta segundos enteros, y Rogelio se escapa pensando en la puerta de entrada. Hay una razón: el beso de despedida en la puerta. Rogelio planea darle un gran, gran beso. De nuevo, no por el afán de retenerla, pero sí de retenerse. Dejar a Clara con ese beso en la boca cuando vuelva por el pasillo, en los cincuenta segundos de vuelta por el ascensor y hasta unos minutos ya dentro de su departamento. Supone que ella no se negará. Quién te dice, quizás pasa como en la televisión y un día se encuentran en un colectivo con aquel beso paspado en algún lugar de sus bocas.

El ascensor se detiene en planta baja. Rogelio abre las dos puertas y cede el paso a Clara, quien tampoco ésta vez le agradece el gesto. Caminan por el pasillo angosto, largo y blanco sin mirarse. El chancleteo de Clara es lo único que dispone al tiempo a moverse y al pasillo a terminar. Llegan a la puerta. Rogelio se acerca levemente para no amedrentar. Clara saca la llave del bolsillo, la gira en la cerradura y abre la puerta.

Del lado del afuera se descubre un chico, con remera y gorra del mismo color. Pregunta si son para ellos las cervezas. Clara y Rogelio contestan que no a destiempo. Se quedan en el umbral y Rogelio avanza diez centímetros más. Una ráfaga de aire frío irrumpe con el ruido de los colectivos y ella se estremece. Rogelio busca su boca y Clara la encuentra. Entonces escuchan los pasos ligeros de alguien que se acerca y deben separarse casi sin haberse juntado. Se corren un poco al costado para dejar pasar al hombre y observan sin pensarlo la transacción. Clara evidencia el frío, Rogelio ensaya otro beso rápido y sale por la puerta antes que el comprador la cierre con llave.

Clara da media vuelta y comienza a hundirse con sus ojotas en el pasillo. Rogelio la mira un segundo a través del vidrio hasta avergonzarse. Saluda con un ademán al chico del delivery que enciende su moto. Camina hasta la esquina, se detiene sin decidirse a dónde ir. La gente, los autos, los colectivos, las luces.




lunes, junio 08, 2009

Ehm, por un tiempo no va a haber mucho por acá.
Si alguno por esas cosas de la vida quiere leer alguno de los cuentos aqui publicados, me chifla.

jueves, marzo 26, 2009

Perfume

--Eras tan difusa. Tu presencia de carbonilla nos confundía a todos. Te escapabas arenosa de todas las miradas. Y eso que te miraba, sí que te miraba. Todos en el trabajo lo hacíamos. Recuerdo cómo siempre te me alejabas. Buscaba conversación, te hablaba del arte, del amor, del clima. A todo asentías, a todo le sonreías. Luego seguías con tus cosas. Recuerdo tus- labios, tu boca borroneada carmesí. Tus gestos todos, que si tenés suerte se ablandan un segundo y te indican-señalan-inclinan a rutas siempre falsas. Seguías hablando, pero ya no estabas debajo de tu voz. Así, volvía al principio, a tus sonrisas carbonilla, al clima y el arte.
--Eras perfume, perfume. Etérea, imaginarte y verte eran casi lo mismo. Tu sonrisa era igualmente imprecisa en ambos terrenos.

--Un día cualquiera, casi inexplicable como ciertas lluvias o ciertas muertes, aceptaste tomar un café. Hablamos del arte, del amor, del clima. Yo esperaba a que te me fueras de nuevo. Te extrañaba de antemano, buscaba en tus labios aquella sonrisa que nunca supe si era redentora o fatal, pero que siempre anunciaba tu vuelo lejos de mí.
--Finalmente sonreíste. Pero fue distinto; me preguntaste si podía acompañarte a tu casa. Dijiste que estaba oscuro. Yo te hacía en lugares impenetrables en ese momento, pero te escuchaba hablar y algo de vos parecía quedarse ahí conmigo. Seguimos hablando durante todo el trayecto del colectivo. Llegamos y me invitaste a pasar.

--Yo no entendía nada. Me ofreciste algo para tomar y te dije que no gracias. Hablamos un poco más, luego pareció que tomaras una decisión y acercaste tu boca a la mía. Yo no entendía nada. Te besé. Para mí sorpresa tus labios tenían textura, eran de carne y entendí que tenían sangre por dentro. Te besé. Te sacaste la remera y me la sacaste a mí también. Poco a poco te fuiste haciendo más concreta. Ya no volabas: eras mujer, eras aliento caliente y sudor salado. Tanteabas, me buscabas por arriba del jean hasta que decidiste sacármelo también. Fuimos a la cama y entre besos terminamos de desnudarnos. Tu sonrisa ahora se deleitaba antes la promesa de placer; tus gestos ya no inclinaban, tus gestos ahora empujaban. Te pusiste boca abajo y recorrí tu espalda con un soplido. Te contorneabas y tiritabas en cada centímetro; no quisiste aguantar más y sacaste la cadera hacia fuera, echándome hacia atrás. “Cojéme”, dijiste en una súplica vertiginosa.
--Ahí te ví. Tu espalda agitada por la respiración a borbotones, el olor dulzón de tu humedad, tu culo parado invitándome a entrar. Tu culo fáctico, sórdido, salado, denso, constante, demandante, suplicante, bestial, gutural, mecánico-artificial, trémulo-animal, que le urgía, que necesitaba, que rogaba.


--Por eso no se me paró, Ludmila. ¿Me pasás la media que está a tu izquierda, por favor?


lunes, febrero 09, 2009

Manteca

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Experimento demasiado poco osado como para considerarse como tal


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Comienza el conflicto el día en que Juan decide no comprar más manteca.

Juan llega a la casa con todas las bolsas del supermercado. Para abrir la puerta de calle, tiene que dejar algunas en el piso para liberarse la mano y buscar la llave en el bolsillo del jean.

Intenta hacerlo rápido; está oscuro y hay cartoneros.

(Su tía resuena en la nuca: “El peor horario no es bien a la noche. Es tipo ocho o nueve, hasta como a las doce. Cuando están los cartoneros están trabajando. Vieras los robos que hay por esas horas. Después vienen esos camiones enormes todos oxidados y se los llevan a sus villas y ahí está todo re tranquilo.”)

Juan abre la puerta y entra un poco fatigado. Deja las provisiones en la mesa. Sus hermanos se toman todo el tiempo del mundo para levantarse de los sillones frente al televisor. Juan se fastidia y explicita el mandato. (Igual, un poco los entiende. Están dando Seinfeld. Es buenísimo Seinfeld).

Los hermanos se levantan finalmente y van a ordenar los víveres. Cada cosa en su lugar. Minutos después la ausencia de manteca se hizo evidente. Apenas de dio cuenta, uno de los hermanos decidió denunciarlo.

- Che boludo, no compraste manteca.

- Ah, sí, ya sé.

Otro hermano:

- Pero, ¿qué vas a hacer con el bicho, boludo?

- No sé, ya me tiene podrido. Si me quiere comer, que me coma. Pero yo ya manteca no le doy.

Entonces algunos de ellos dijo, emulando a la madre:

- Bueno. Hacé lo que quieras.



Terminaron de acomodar y volvieron a la televisión. Juan hizo lo mismo. Seinfeld aún no había terminado por suerte. Después comieron los fideos que algún hermano hizo. Juan comió poco, estaban pegados y pastosos. Entonces dijo que no tenía hambre y se fue a dormir. Los saludó en dos o tres palabras y ellos contestaron en una o dos más sin dejar de mirar la televisión.


Se metió a la cama con su pijama roto y descolorido. En la pieza no había televisión. Prendió un cigarrillo. Por debajo de la puerta se sentían con breves intervalos las sonrisas pregrabadas de alguna otra comedia yanki. Bostezó de aburrimiento cuando el cigarrillo estaba carca de la mitad. Le dio una pitada más y lo apagó en el cenicero de la mesita de luz. A eso de las 3, el bicho debajo de la cama de Juan salió para comerlo.

Esa mañana sus compañeros de trabajo se extrañaron que llegara tarde.


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