martes, junio 17, 2008

Verde, rojo

La casa crujía. Crujía la madera del piso, los muebles, hasta los dientes de Diana cuando dormía. Alejandro seguía despierto, abajo (el dormitorio de ellos estaba en el primer piso). No podía dormir. Nunca podía dormir hasta mucho después que Diana. Eso les había causado algunas peleas, pero hubo tiempo para que se acostumbraran. Entonces Alejandro casi todas las noches, bajaba las escaleras- las escaleras siempre crujen- y se quedaba en el comedor junto al fuego. Sí, tenían una chimenea y la encendían por la noche. El fuego creaba un clima acogedor, pensaban Diana y Alejandro. Así como el sueño a destiempo, el fuego también fue rutina en invierno.
La televisión andaba mal. Los colores, la pantalla se había vuelto loca. Así lo explicaba Alejandro. Donde debía ser verde, rojo. Y así. Se habían acostumbrado y ahora miraban la televisión igual. Como si donde verde, verde. Alejandro se quedaba entonces viendo la televisión todas las noches. Diana arriba siempre durmiendo.
Diana tenía el sueño liviano, no hacía falta mucho para que se despertase. De tanto en tanto recordaba sus días en la ciudad; el ruido de la calle que no la dejaba dormir. Alejandro procuraba bajar el volumen para no despertarla. Las chispas del fuego se mezclaban con el susurro de la televisión, la madera crujiente, mate amargo y amarillo que es naranja.

Una noche alguien golpeó la puerta. El sonido se vio ampliado por la hora ridícula. Alejandro dejó el mate en la mesa y se arrimó hasta la puerta.

- ¿Quién es?

- Tu abuelo.

- Mi abuelo está muerto.

- Ya sé.

Alejandro abrió la puerta y pasé.

Me señaló el sillón vacío cerca del fuego. Él se sentó en el otro. La televisión susurraba y hacia muecas turquesas. Alejandro comenzó a cebar mate (tuvo el gesto de cambiar la yerba). Quedaba bastante agua en el termo así que decidió no calentar más. Pasaron dos, tres, seis, siete. Ahora se veía una pareja de tez azulada gritando estúpidamente bajo.
Siguieron los mates, cada vez más insulsos. Algún mueble se quejó- más fuerte que la gente azul. El silencio se opacaba con el agua del termo. El tipo azul perseguía a la mujer con un hacha fluorescente. La mujer corría asustada, lanzaba grititos. Pobre estúpida: tanto su horror pero la casa rechinaba más fuerte. Alejandro ni veía. Sus ojos apuntaban al televisor porque sí. Estaba más preocupado por encontrarle la última gota al termo.
El tipo azul estaba a los hachazos a la puerta del baño. Ella del otro lado comenzaba a gritar de nuevo. Se puso rosa del susto. Alejandro opacó sus gritos con el ruido de la bombilla. Se le escapó un leve suspiro: era el último. Quedó unos segundos en silencio. Sacudió imperceptiblemente la cabeza, como queriéndose sacar el silencio ya sin mate de encima.
Entonces habló, y sus palabras salieron rumiantes, casi como vino añejo.

- ¿Todo bien?

- Sí, sí, todo bien.

Alejandro sonrió de cortesía. Como si su cara dijese “me alegro” o algo así. Luego volvió la vista a la pantalla. Seguimos así un rato. El tipo azul moría congelado al final de la película. La mina escapaba con el hijo. Sí, había un hijo. Alejandro recién se dio cuenta de que llegaba a su fin cuando la pantalla se puso toda negra (amarilla) por los créditos.
Se levantó. El fuego chispeó como un perro con su dueño. Me levanté con él, más que por cortesía, por caridad. Lento y pesado se dirigió a la puerta. Nos apretamos las manos y deseamos suerte. Alejandro abrió la puerta.


Toc. La puerta fue seca al cerrarse. Alejandro la cerró con llave y luego volvió frente al televisor. Estaba cansado pero no muy cansado. No le gustaba eso de quedarse un rato en la cama hasta dormirse, prefería ir agotado hasta la última gota. Como el termo.
Le dio sed. Pensó en prepararse un café. Se levantó con todas sus rodillas regurgitándole quién sabe qué mala palabras. Fue a la cocina, llenó la pava con agua y prendió la hornalla. Se quedó unos segundos mirando el fuego. Luego lo apagó. Era demasiado tarde para tomar café.
Volvió al sillón, al televisor. Cambió erráticamente los canales mientras observaba el fuego de la chimenea. No tenía frío pero lo alimentó igual. El fuego chispeó alborotado y las maderas todas crujieron con él. Alejandro intentó callarlas con la mirada y buscó en el aire algún ojo inquisidor que diera cuenta del delito. Esperó unos segundos. Luego suspiró aliviado: sólo se escuchaba a los lejos el eco de los dientes crujiendo. La tensión lo agotó y supo que era momento de ir a la cama.
Apagó el aparato y las luces de la sala. Subió las escaleras a oscuras- cada uno de los escalones- y llegó al umbral de la puerta. La había dejado entreabierta. Sólo tuvo que empujar suavemente y entró. Diana dormía. No podía verle la cara porque tenía la frazada hasta bien arriba. Alejandro se sentó en la cama, dándole la espalda. El colchón se quejó al adaptarse a su peso.

La escuchó.

- ¿Todo bien?

Sonaba fresca. Alejandro volvió la cara a ella un segundo. Diana no se había movido en absoluto. Seguía sin cara, inescrutable. Alejandro volvió la cara a la pared.

-Sí, sí, todo bien.

 
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