a Octavio Baraboglia.
Fuiste tanto que estás en todos.
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--Pero no entró. Miró las escaleras y hasta pensó en entrar. Pero no lo hizo. Se fue para un costado para que la marea de gente no lo arrastrara. Por un momento, se quedó quieto. Después giró y comenzó a caminar hacia el otro lado.
--Caminó, así, caminó por Florida. Sorteando gente que volvía a sus respectivos barrios, a sus respectivas casas y familias también. Pero Rogelio, que así se llama, no. Rogelio iba en dirección contraria a la de su barrio, a la de su casa. Hoy Rogelio pensaba hacer algo distinto.
Pasaba entre la gente por la calle Florida. No miró las vidrieras al pasar. De hecho, no miraba nada. Creo que más bien estaba muy cómodo siendo una persona con sombrero de copa y sobretodo gris que caminaba contraria al sentido habituado. Eso, quizás, le bastaba. Por eso no miraba a los costados ni a las caras de la gente. Él caminaba. Y estaba bien caminando.
--Pero paró. En algún momento el camino terminó. Rogelio, sin siquiera anunciarlo, se detuvo. Mentiría diciendo que fue abrupto. Más bien, fue como cualquier persona de sombrero de copa y sobretodo que se sienta en un banco de la plaza San Martín. De todos modos, la manera en que se detuvo no es algo nodal en esta historia.[1]
--Quedóse ahí, pues, sentado, sin mayor explicación. No fueron diez, ni quince, ni veinte minutos. No sé cuánto fue. Era invierno, el sol se apuraba en ocultarse en el horizonte de edificios. Las viejitas, sus palomas y sus perros, poco a poco se iban retirando a sus respectivos barrios, casas, familias. Ya no se escuchaban a los niños bajando del tobogán más alto ni el ¡plaf! que hacían al caerse en la arena.[2]
--Los faroles se prendieron cuando del sol ni se sabía. De a poco inundaron la noche los grillos y esos bichitos sin nombre con sus sonidos homogéneos y constantes. La noche- sin necesidad causal, sin siquiera algún resabio metafísico recalentado- se instalaba y Rogelio, tal vez también algún otro pero más que nadie Rogelio; Rogelio estaba en ella. Era, así, de noche.
Primero la zona, como siempre, seguía colmada de autos (y colectivos). La terminal de colectivos[3], la estación de trenes y otras cosas así que también congregan se encuentran cerca de la plaza. Uno a uno iban – miento- montones a montones iban entonces calle abajo hacia aquellas destinaciones que nuestro Rogelio abdicaba. De las que Rogelio no daba cuenta. Él estaba ahí, con su carencia. Eso parecía contar sus ojos.
--De todas maneras, si Rogelio no se hubiese percatado de lo colectivos, lo más probable es que no hubiese dilatado tanto el momento de hacer aquello que dio tanto que hablar. Él, dicen muchos, esperaba. Con los ojos fijos (clavados) en eso que ya no estaba.
--Una pareja joven estaba en un banco cerca de Rogelio. Hacían las cosas que hacen las parejas jóvenes en los bancos de las plazas. Estuvieron un rato hasta que pararon. Ella se había enojado por algo y él intentaba disculparse. Después empezaron. Después, de otro rato más largo, pararon. Luego se levantaron y se fueron. Cuando caminaban, él le rodeaba la cintura con el brazo.[4] Quedaron solos, entonces, Rogelio y ese que dormía en otro banco.[5]
--El espacio se veía sumergido en un silencio tal- o, más bien, un no-ruido- que esos sonidos que les conté que hacían los grillos y bichos sin nombre, comenzaron a tomar protagonismo. Se formó paulatinamente un colchón de ellos que no sabía de vida urbana.[6] Lavida de Rogelio se resumía en la mirada fija en aquello que no estaba. Qué le importaban los grillos o el tipo aquel que fingía (estaba segurísimo) estar dormido. Rogelio no se fijaba en su reloj. Pero los minutos iban colándose uno a uno todos desorganizados y sin ningún orden aparente. Hubiese sido insoportable para cualquier otra alma testigo.[7]
--Pasó quién sabe cuánto tiempo anónimo. Rogelio y su mirada. Su mirada que no encontraba. Nada sino espacio. Sino ausencia, carencia. Sus ojos parecían querer comerse, cancelar el desencuentro. Era totalmente inverosímil. Ridículo. Cómo la nada, si lo que fue, fue tanto. Inconcebible tanto vacío sin cicatrices. Hasta el aire que respiraron debía ser de más espeso. O azul. Tan presente era su ausencia que irremediablemente absurdo se hacía no poder tocarla.
--Lo que primero fue tristeza y desengaño, paulatinamente se convirtió en enojo.[8]Con qué derecho, con qué autoridad se mostraba aquel banco verde tan real. Tan tangible. Rogelio estaba seguro de que si se acercaba al banco podría tocarlo, sentir la textura de la madera pintada curtida por el tiempo. Si acercaba la lengua, sentiría el gusto a madera pintada de verde. Y, claro, lo mismo pasaría si lo olía. Estaba ahí, sin más. Rogelio sintió esa certeza como un escupitajo al alma. Supo hasta en los dientes que no había ojos, lengua, nariz o piel que le hablara de eso que ya no estaba. Qué ente perverso había decidido disponer las cosas de aquel modo.
--Rogelio vio de pronto la conspiración malévola a la que estaba sometido. Como quien sorprende a un colega robándose una lapicera de su despacho. No, aún peor. Paulatinamente Rogelio dio cuenta de ese sometimiento injusto, de esa íntima violencia solapada.[9] Entendió el pacto tácito al primer mordisco de manzana. Sintió su sangre espesa y de los ojos cayeron un par de lágrimas. (No llegó al llanto, la tormenta empezaba y hubiese sido redundante.)
--Se levantó del banco. La tormenta se asentaba vigorosa.[10] Estuvo unos segundos parados sin moverse. Con pasos anchos, se hizo paso en la cortina de agua hacia aquel famoso espacio vacío. Fue entonces cuando Rogelio se agachó.[11] Su respiración se hacía lugar entre los grillos. Sus dedos escarbaban erráticos. Buscaban y buscaban mientras las gotas los recorrían y lamían todos. La uñas también. Las uñas buscaban y, cuando encontraban, penetraban en las aberturas de la baldosa testigo. El barro, a su vez, se hacía paso en los resquicios entre las uña y la carne. Algunas, una o dos, no resistieron y se quebraron. A Rogelio no le importó. Su sombrero de copa había quedado en el suelo luego de un brusco movimiento de cabeza. Rápidamente se le formó un surco de agua que empezaba en su pelo, alguna vez tan pulcro, tomaba forma en la frente, se definía elegante en la nariz y concluía en un flaco chorrito hacia el abismo. [12]
--Al cabo de unos minutos, la baldosa comenzó a ceder. Rogelio tenía los dedos muy lastimados pero él nunca lo notó. Con toda la fuerza que disponía, siguió tirando para arriba. Finalmente tuvo la baldosa entre sus manos . El corazón le salía del pecho. El cielo relampagueaba como programa japonés. Rogelio se irguió, imponente, y abrazó con todo el cuerpo la baldosa.[13] Los árboles se quejaban de viento. Cada tanto, un trueno copaba el escenario. Los grillos ya eran impensables en ese contexto. La respiración agitada de Rogelio, algo meramente tácito en el presunto caos. Se aferró con más fuerza al objeto que llevaba junto al pecho y comenzó caminar- casi trotar –hacía algún sitio que lo reparara mejor del tiempo.
¡Plaf!, ¡plaf!, ¡plaf! Los zapatos de Rogelio chapoteaban en los charquitos y pequeñas corrientes de agua improvisadas por la tormenta. El viento le opuso la resistencia necesaria como para sentirse agredido. Tal era la violencia del soplido que Rogelio tuvo que flexionar un poco las rodillas y ejercer cierta fuerza para avanzar. Sin pensarlo demasiado, terminó debajo del techo de una construcción erigida junto al arenero para quién sabe qué. Notó con el rabilo del ojo que el indigente también estaba ahí; tirado o acostado, durmiendo o intentando hacerlo. Dada la situación hostil, Rogelio decidió quedarse en aquel sitio hasta que el tiempo mejorara un poco. Recién en ese momento se dio cuenta de lo empapado que estaba y de que de su sombrero no había rastro. Su pelo estaba empapado; también la cara, que hasta un poco de barro tenía. Rogelio sostenía-abrazaba- con firmeza la baldosa y la ocultaba de ojos inapropiados con su sobretodo. [14]
Rogelio le pagó el monto requerido al taxista. Se despidió y salió del auto con la baldosa siempre entre sus brazos. El coche no tardó en arrancar a paso ligero.
Necesitó girar dos veces la llave para poder entrar a su casa. Como todos los días. Acto seguido encendió la luz y, luego de tirar por ahí el sobretodo, buscó una esponja para limpiar la baldosa. Tuvo que frotar fuerte. El barro y la mugre se fueron yendo sin demasiado orden por los tres huequitos del lavabo. Después la secó con una toalla beige. No se preocupó mucho por sus uñas. Se limitó a enrollar a la que sangraba un poco con una servilleta.
Rogelio dejó un momento la baldosa en la mesa de luz del dormitorio para ir al baño. Hizo pis sentado y se lavó los dientes. Con una punta del pie derecho, hizo presión en el talón del zapato izquierdo y este salió sin mayor esfuerzo. Así también hizo con el zapato derecho Luego se sacó el pantalón y calzó un short blanco que hacía de pijama. Abrió la cama mientras tomaba aire. Se lo veía tranquilo, acaso imperturbable. Aquel en la tormenta parecía de otro relato. Sólo sus ojeras daban cuenta de una finitud que le costaba aparecer.
Era tan tarde ya. Rogelio comenzaba a desabotonarse la camisa cuando su cuerpo todo se dio cuenta al unísono. Se dejó caer en la cama. Pero no, algo faltaba. Con un esfuerzo irrisorio para aquellas horas estiro el brazo hasta la mesa de luz del otro lado del mundo. Agarró la baldosa y la acomodó al lado suyo. Estaba ligeramente inclinada en la almohada conjunta a la de Rogelio, en la almohada vacía. Rogelio apoyó la cabeza a su lado y fue como si el universo entero le hiciese coda. Metió las piernas debajo de las frazadas y después de un movimiento torpe de brazos, ambos quedaron tapados. Algún ojo sensible o ligeramente perturbado diría que era conmovedor. Rogelio apagó la lámpara a su lado y todo fue obscuro. Esa noche soñó con viento en hojas de plaza, la sensación cálida del sol en la nuca y una sonrisa de mujer en primavera.
Al despertar, antes siquiera que la luz, Rogelio sintió un profundo olor a jazmines. Sonrió apenas y con una de esas certezas que ya no existen, buscó con su brazo en el otro lado de la cama.
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[1]Pido disculpas por mi falta de ortodoxia como narrador de lo que usted está leyendo. Me resulta muy difícil su abordaje dada su extraña temática y por otras cuestiones que prefiero reservarme. A veces la risa, el divertimento, maquilla marcas que no nos son tan placenteras. Reitero mis disculpas y les aseguro que pondré todo mi empeño en relatar lo sucedido de una manera acorde a los eventos acontecidos. De todos modos, les pido a ustedes, que conocen mi historia, que sean indulgentes conmigo.
[2]Dicen que había un espacio de juegos para los niños a una distancia relativamente cercana de donde Rogelio estaba sentado. Dicen, también, que este espacio de juegos tenía mucha arena para amortiguar sus caídas. Usualmente esto producía reacciones varias a los padres de los niños, dado que muchos se quejaban de tener que gastar valiosos minutos en sacarles la arena que se metía en las zapatillas
[3]Algunos prefieren utilizar la palabra “micros” en vez de ésta al considerarla más rigurosa. A mí, francamente, no me importa.
[4]Puede que lo hayan visto a Rogelio una de las veces que pararon. Es posible que se hayan sorprendido de que la mirada de aquel hombre con sombrero de copa se dirigiese siempre a la misma zona.
5] Juan habíase empezado a acomodar poco tiempo después de que Rogelio se hubo sentado. Se había tapado con unas cuatro o cinco frazadas desgastadas. Para que evitar la incomodidad de la madera hostil del banco, Juan acostumbra, se sabe, desplegar un fino papel, quizás plástico.
[6]Siempre me resultó curioso pensar en estos escenarios que se despegan de la rutina. El lugar donde estaba Rogelio, por las mañanas podía ya ser bastante caótico. ¡Ah! Mítica Buenos Aires, ciudad de sueño gris, sonrisita y escote, arrabal for export y tanto otro ¿Es, acaso, el mismo lugar que cuando Rogelio cerraba los ojos y todo era grillos, bichitos sin nombre? O más bien es un ir y venir constante… El lugar donde me encuentro podría no depender tanto como creemos de la ubicación geográfica. Quién sabe. De todos modos, Rogelio nunca pensó en esto.
[7]Tenemos suficientes pruebas como para sostener que, al contrario de lo que Rogelio suponía, el indigente estaba dormido.
[8] Claro que aquel en el otro banco, los grillos y el resto de su entorno, no podría haberse percatado de ello. El rostro de Rogelio, parcialmente cubierto por la sombra que le proporcionaba su sombrero, permanecía casi inescrutable. Aunque algunos, sin duda observadores más perspicaces que su narrador, sostienen que los ojos de Rogelio comenzaron a reflejar un frío gélido. No sé qué quisieron decir con eso.
[9]Confidentes aseguran que Rogelio asoció rápidamente este pensamiento a su amigo Ernesto diciendo “Es lo que hay”.
[10]Juan había detectado la tormenta minutos antes de que llegara. Esto le permitió sentirse muy desdichado y, a su vez, cambiar su locación a un lugar más reparado.
[11]Algunos cuentan en este momento que justo en aquel momento se escuchó un trueno. Juzgo que toda esa cháchara es una mentira inventada como decoración barata.
[12]Técnicamente, el chorrito caía en el suelo de la plaza, como las demás gotas. En este caso, caía específicamente en la baldosa a cual Rogelio arremetía. Opino que esto se debe a la poca distancia que había entre su cabeza y dicha baldosa.
[13]Comentan que si se llega a hacer la película, en este momento habría un paneo de trescientos sesenta grados de Rogelio abrazando finalmente la baldosa; también música de violines y, quién te dice, algún timbal.
[14]Releyendo los borradores de esta narración, he encontrado bastante molestas las numerosas notas al pie de página. De todos modos, tomo la decisión de no censurarme y enchufárselas al lector. Por otro lado, y dado que catorce es un buen número, no verán más notas al pie en lo que queda del relato.
jueves, noviembre 29, 2007
lunes, abril 09, 2007
El Uno
Ya se hacía notar. Infaltable, inexorable. Todo tiene un límite, nos dice la vox pópuli. Mi vejiga parecía obedecerle y por poco no rozaba lo sonoro su queja. Había que ir, había que ir.
Primero un poco las piernas (una primera, la otra después), la cadera, un poco los brazos. Comenzaba el ritual aletargado. Paulatinamente me iba salíendo entre el casi siseo de las sábanas y el motor de la heladera. Instante de duda en el vacío negro; si había aguantado tantas horas, por qué no un par más. Noté que oscilaba errático pero siempre sobre mismo punto, me supe de pie. Lo peor, lo tristísimo, había pasado. Quedaba seguir.
Amén. Una primera, la otra después, mis piernas insinuaron movimiento. Encuentro prematuro con el biombo. Efectivamente, me movía. Medio ojo y mis manos de parachoques intentaban compensar lo tanto de mí que ni habíase percatado del viaggio.
En algún momento, llegué. Abrí la puerta y acorralé a lo negro con amarillo de cien watts. La otra mitad del ojo protestó entre lagaña. Soslayé aquel en el espejo. Sin duda no por altanería, sólo que mi atención estaba puesta en no errarle al inodoro. No lo hice. Luego, le vi.
Me sorprendí por la impertinencia. Presuroso me subí los pantalones para no quedar en desventaja. Me miraba. A esas horas, no había lugar para la más mínima sutileza argumental. Directo al grano, lo interpelé. ¿Quién sos vos, che? Mi voz impactó húmeda contra el vidrio frío y bajó goteando hasta el lavabo. Un segundo, cuatro, cinco. Ninguna respuesta. Seguía del otro lado, implacable.
Salvo por la gota persistente de la canilla mal cerrada, nada cambiaba. Quién sos, quién sos, preguntaba ya más irritado. Invariable me vomitaba su silencio. Parpadeó y sus ojos quedaron ligeramente más cerrados. Quién sos, quién sos, mis palabras no lograban sortear el tácito reproche. Engrosé mi timbre desafiante. Quién sos. Quién, intruso en horas tan desvergonzadas.
Pregunté lo mismo algunas veces más, acaso con algún parafraseo que ahora no viene al caso. Quién sos, quién sos. De pronto, abre la boca y lo dice. “¿Y vos?”
Desde aquel día, nunca volví al baño de madrugada.
Primero un poco las piernas (una primera, la otra después), la cadera, un poco los brazos. Comenzaba el ritual aletargado. Paulatinamente me iba salíendo entre el casi siseo de las sábanas y el motor de la heladera. Instante de duda en el vacío negro; si había aguantado tantas horas, por qué no un par más. Noté que oscilaba errático pero siempre sobre mismo punto, me supe de pie. Lo peor, lo tristísimo, había pasado. Quedaba seguir.
Amén. Una primera, la otra después, mis piernas insinuaron movimiento. Encuentro prematuro con el biombo. Efectivamente, me movía. Medio ojo y mis manos de parachoques intentaban compensar lo tanto de mí que ni habíase percatado del viaggio.
En algún momento, llegué. Abrí la puerta y acorralé a lo negro con amarillo de cien watts. La otra mitad del ojo protestó entre lagaña. Soslayé aquel en el espejo. Sin duda no por altanería, sólo que mi atención estaba puesta en no errarle al inodoro. No lo hice. Luego, le vi.
Me sorprendí por la impertinencia. Presuroso me subí los pantalones para no quedar en desventaja. Me miraba. A esas horas, no había lugar para la más mínima sutileza argumental. Directo al grano, lo interpelé. ¿Quién sos vos, che? Mi voz impactó húmeda contra el vidrio frío y bajó goteando hasta el lavabo. Un segundo, cuatro, cinco. Ninguna respuesta. Seguía del otro lado, implacable.
Salvo por la gota persistente de la canilla mal cerrada, nada cambiaba. Quién sos, quién sos, preguntaba ya más irritado. Invariable me vomitaba su silencio. Parpadeó y sus ojos quedaron ligeramente más cerrados. Quién sos, quién sos, mis palabras no lograban sortear el tácito reproche. Engrosé mi timbre desafiante. Quién sos. Quién, intruso en horas tan desvergonzadas.
Pregunté lo mismo algunas veces más, acaso con algún parafraseo que ahora no viene al caso. Quién sos, quién sos. De pronto, abre la boca y lo dice. “¿Y vos?”
Desde aquel día, nunca volví al baño de madrugada.
miércoles, febrero 21, 2007
La Señora Barbieri
---“No, no está acá. Mejor busco del otro lado de la puerta,”. Aquel lugar que llamábamos “Tallercito de Papá”, donde poníamos la basura y cosas que parecían electrónicas. Papá siempre renegó por esto último, aunque después de cierto tiempo prudencial, se acostumbró. No entraba mucho ahí, no era divertido, salvo las veces que. Tal vez algo había cambiado, valía la pena una visita.
---Estaba igual. La misma tierrita en aquel rincón, la misma mesa grande de madera con miles de tornillos en pequeños frascos sin mayor organización. Ahí también la vistosa colección de películas bélicas que papá nunca vio, pero que cuidaba celosamente; el armario que se extendía hasta el cielo, la caja fuerte de la que nunca se hablaba y los muchos rompecabezas aburridísimos y marrones por el polvo. Todo eso- los tornillos bélicos en la mesa aburridísima, las películas marrones de polvo, la caja fuerte que se extendía hasta el cielo y los rompecabezas de los que no se hablaba-, todo eso estaba bien. No sabía bien por qué, pero ese cuarto debía ser así, a pesar de papá. Seguramente dentro del armario. Sí, ahí estaba. Bien acomodada entre la cortadora de pasto y mi primera plastilina, dormía la cabeza de cera de la señora Barbieri.
---Se la di a mamá, que estaba en la cocina preparando la goma de pegar. “Gracias. Hace un muy lindo día afuera, ¿por qué no vas a meterte a la pileta con tus hermanos?”. Le dije que no. Fue una mera formalidad, mamá sabía que me quedaría. Me gustaba quedarme y me gustaba la señora Barbieri. Se olía rico (blanco, negro, blanco, negro).
---Comencé a sentir ese leve cosquilleo en la nuca, seguramente la señora Barbieri se pondría contenta. Aplaudí cortito sin razón. A mis padres no le gustaba que aplauda, no quedaba bien, menos si yo no tenía una razón. Por eso, yo a veces me iba a mi cuarto solo y aplaudía hasta cansarme, pero despacito así ellos no se daban cuenta (si se daban cuenta, era una vergüenza). Puse las manos sobre la mesa, así las podía ver. No vaya a ser que se juntaran solas y empezaran a aplaudir.
---Me gustaba quedarme. Mamá había sacado ya las témperas. Yo no podía jugar con las témperas, aprendí a no lamentarlo desde temprano. Mamá dejó un poco de cada color en un telgopor que alguna vez tuvo queso. Luego delicadamente- blanco, negro, blanco- pasó el pincel por uno, otro, y otro, de los colores. Deslizó metódicamente la punta del pincel suave pero firme, por toda la cabeza de cera de la señora Barbieri. Primero los labios, luego los ojos y el resto(excepto con la las cejas y las pestañas que el procedimiento era otra). Estaba quedando re linda.
---Hacía calor. Entre el verano y el horno prendido, no había ventilador que aguante. El ventilador de la cocina estaba justo abajo del tubo de la luz, produciendo un efecto de intermitencia blanco-negro que al principio despistaba. A nosotros no nos despistaba porque hacía mucho que vivíamos ahí. Igual, siempre me pareció un poco extraño que el ventilador estuviese abajo del tubo. Cosas de grandes, supongo.
---Come dije, la intermitencia blanco-negro ya no molestaba; mamá dibujaba las arrugas de la cabeza de cera de la señora Barbieri. Suspiró. “Poné algo de música tranquila, ¿dale?”. Yo no quería despegar los ojos de la obra de mamá. Apreté “Play” a lo que estaba. The Carpenters salió suave, de qué otra manera sino, de los parlantes. Mamá me sonrió, estaba muy dedicada al trabajo. A mí me costaba dedicarme a algo mucho tiempo, por eso le admiraba el ahínco que le ponía. Una vez mamá me contó que antes era como yo, pero que después con mucha voluntad y decisión llegó a ser lo que era. Lo veía difícil para mi futuro, pero más que difícil lo veía lejano, entonces no lo pensaba mucho. Mamá usaba algo que se parecía a la tinta china para dibujarle las arrugas, pero que quedaba más bonito una vez terminado (con tinta china hubiese sido un desastre).
---Le habían hecho una peluca muy adecuada. Era bonita pero sobria, de color grisáceo tirando al blanco, acorde con la edad de la señora Barbieri. Se escuchaban afuera los gritos de mis hermanos en la pileta, peleando o divirtiéndose como locos. Por un momento me distraje y empecé a aplaudir de nuevo. Mamá buscó en una caja la peluca. Con mucha precaución la asentó en la cabeza de cera de la señora Barbieri. Qué bonita. Noté por un instante un brillo en los ojos de mamá, como una lágrima con polvo. Después me miró, sonrió y ya no estaba.
De repente, blanco, negro, blanco, negro, blanco, hasta que mis ojos se olvidaron de nuevo al contemplar a mamá colocándole la cabeza al cuerpo ya terminado. Agarró un poco de goma de pegar y la esparció por los agujeritos que dejaba el cuerpo de cera. Luego un poco de fuego, la cera de las partes se entremezclaba y, de alguna manera, unía las coyunturas. Ya empezaba a parecer una sola pieza, casi como si fuese.
---La cera se secaba rápido. Mientras tanto, mamá me preparó un chocolate frío que me tomé de un saque (caliente no me gusta). “Limpiáte los bigotes, gordo chancho”. La servilleta con un manchón marrón, blanco, negro, blanco. Comí un par de galletitas con manteca. Mamá me miraba. Miraba raro, como si se fuese poco a poco a la vereda de enfrente.
Una pollera gris hasta las rodillas y una camisa blanca de señora grande. Lentamente, mamá vestía a la señora Barbieri. Muy despacio, le acomodaba los hombros de la camisa, controlaba que la pollera no estuviese muy floja. Después los aros de señora grande y unos anteojos gruesos. Todo perfecto. Mamá giró su cabeza hacía mí de nuevo. Me miró, pero no fue como la otra vez ni las otras que yo recuerde. Me miró, me miró así y yo entendí. Era un buen chico. Se agachó para abrazarme. Me abrazó muy fuerte. “Te quiero mucho”.
---Caminamos hacia a la puerta de entrada. La señora Barbieri ya me esperaba, le tomé la mano. La puerta se abrió y nos fuimos. A casa.
---Estaba igual. La misma tierrita en aquel rincón, la misma mesa grande de madera con miles de tornillos en pequeños frascos sin mayor organización. Ahí también la vistosa colección de películas bélicas que papá nunca vio, pero que cuidaba celosamente; el armario que se extendía hasta el cielo, la caja fuerte de la que nunca se hablaba y los muchos rompecabezas aburridísimos y marrones por el polvo. Todo eso- los tornillos bélicos en la mesa aburridísima, las películas marrones de polvo, la caja fuerte que se extendía hasta el cielo y los rompecabezas de los que no se hablaba-, todo eso estaba bien. No sabía bien por qué, pero ese cuarto debía ser así, a pesar de papá. Seguramente dentro del armario. Sí, ahí estaba. Bien acomodada entre la cortadora de pasto y mi primera plastilina, dormía la cabeza de cera de la señora Barbieri.
---Se la di a mamá, que estaba en la cocina preparando la goma de pegar. “Gracias. Hace un muy lindo día afuera, ¿por qué no vas a meterte a la pileta con tus hermanos?”. Le dije que no. Fue una mera formalidad, mamá sabía que me quedaría. Me gustaba quedarme y me gustaba la señora Barbieri. Se olía rico (blanco, negro, blanco, negro).
---Comencé a sentir ese leve cosquilleo en la nuca, seguramente la señora Barbieri se pondría contenta. Aplaudí cortito sin razón. A mis padres no le gustaba que aplauda, no quedaba bien, menos si yo no tenía una razón. Por eso, yo a veces me iba a mi cuarto solo y aplaudía hasta cansarme, pero despacito así ellos no se daban cuenta (si se daban cuenta, era una vergüenza). Puse las manos sobre la mesa, así las podía ver. No vaya a ser que se juntaran solas y empezaran a aplaudir.
---Me gustaba quedarme. Mamá había sacado ya las témperas. Yo no podía jugar con las témperas, aprendí a no lamentarlo desde temprano. Mamá dejó un poco de cada color en un telgopor que alguna vez tuvo queso. Luego delicadamente- blanco, negro, blanco- pasó el pincel por uno, otro, y otro, de los colores. Deslizó metódicamente la punta del pincel suave pero firme, por toda la cabeza de cera de la señora Barbieri. Primero los labios, luego los ojos y el resto(excepto con la las cejas y las pestañas que el procedimiento era otra). Estaba quedando re linda.
---Hacía calor. Entre el verano y el horno prendido, no había ventilador que aguante. El ventilador de la cocina estaba justo abajo del tubo de la luz, produciendo un efecto de intermitencia blanco-negro que al principio despistaba. A nosotros no nos despistaba porque hacía mucho que vivíamos ahí. Igual, siempre me pareció un poco extraño que el ventilador estuviese abajo del tubo. Cosas de grandes, supongo.
---Come dije, la intermitencia blanco-negro ya no molestaba; mamá dibujaba las arrugas de la cabeza de cera de la señora Barbieri. Suspiró. “Poné algo de música tranquila, ¿dale?”. Yo no quería despegar los ojos de la obra de mamá. Apreté “Play” a lo que estaba. The Carpenters salió suave, de qué otra manera sino, de los parlantes. Mamá me sonrió, estaba muy dedicada al trabajo. A mí me costaba dedicarme a algo mucho tiempo, por eso le admiraba el ahínco que le ponía. Una vez mamá me contó que antes era como yo, pero que después con mucha voluntad y decisión llegó a ser lo que era. Lo veía difícil para mi futuro, pero más que difícil lo veía lejano, entonces no lo pensaba mucho. Mamá usaba algo que se parecía a la tinta china para dibujarle las arrugas, pero que quedaba más bonito una vez terminado (con tinta china hubiese sido un desastre).
---Le habían hecho una peluca muy adecuada. Era bonita pero sobria, de color grisáceo tirando al blanco, acorde con la edad de la señora Barbieri. Se escuchaban afuera los gritos de mis hermanos en la pileta, peleando o divirtiéndose como locos. Por un momento me distraje y empecé a aplaudir de nuevo. Mamá buscó en una caja la peluca. Con mucha precaución la asentó en la cabeza de cera de la señora Barbieri. Qué bonita. Noté por un instante un brillo en los ojos de mamá, como una lágrima con polvo. Después me miró, sonrió y ya no estaba.
De repente, blanco, negro, blanco, negro, blanco, hasta que mis ojos se olvidaron de nuevo al contemplar a mamá colocándole la cabeza al cuerpo ya terminado. Agarró un poco de goma de pegar y la esparció por los agujeritos que dejaba el cuerpo de cera. Luego un poco de fuego, la cera de las partes se entremezclaba y, de alguna manera, unía las coyunturas. Ya empezaba a parecer una sola pieza, casi como si fuese.
---La cera se secaba rápido. Mientras tanto, mamá me preparó un chocolate frío que me tomé de un saque (caliente no me gusta). “Limpiáte los bigotes, gordo chancho”. La servilleta con un manchón marrón, blanco, negro, blanco. Comí un par de galletitas con manteca. Mamá me miraba. Miraba raro, como si se fuese poco a poco a la vereda de enfrente.
Una pollera gris hasta las rodillas y una camisa blanca de señora grande. Lentamente, mamá vestía a la señora Barbieri. Muy despacio, le acomodaba los hombros de la camisa, controlaba que la pollera no estuviese muy floja. Después los aros de señora grande y unos anteojos gruesos. Todo perfecto. Mamá giró su cabeza hacía mí de nuevo. Me miró, pero no fue como la otra vez ni las otras que yo recuerde. Me miró, me miró así y yo entendí. Era un buen chico. Se agachó para abrazarme. Me abrazó muy fuerte. “Te quiero mucho”.
---Caminamos hacia a la puerta de entrada. La señora Barbieri ya me esperaba, le tomé la mano. La puerta se abrió y nos fuimos. A casa.
jueves, enero 25, 2007
Veintiséis
a Flor y ese París.
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Acaso no fue nada.
Y lo vi venir en la otra cuadra. Paró en el semáforo y esperé a una distancia prudencial para llamarlo. Sabés cuánto me cuesta, que aún no me acostumbro. Tantas veces erguí el brazo de más (nunca de menos, tiendo a la exageración) y a vos te daba entre risa y vergüenza mi indisimulable tosquedad, la manifestación de mi otredad tan alejada de tu metrópoli.
Ahí el leve chillido refinado al que ya me he acostumbrado y luego ese otro sonido como compuerta de nave espacial clase B. “Ochenta, por favor”. Siempre después la fuerza que me tira y el consecuente tambaleo, también tosco pero menos extranjero. Terminé al lado de alguien que no miré pero supuse con cara de adoquín rajado.
Por la ventana intentaba que se me confundieran las formas y colores. Fracaso previsto, demasiado cine. Entonces tanta figura pétrea en serie. Un edificio viejo que te gustaría, otro que no y otro que tampoco. “Mirá el empapelado, debe tener como veinte años” dijiste en el bar de madera. Piano y bandoneón en dos por cuatro de fondo-y-no-tanto, tus ojos inefables, el color caoba, los mozos arrugados, tu boca y ese labio inferior; qué sino poesía. Augusto deleite de olvidarse de Cronos y jugar a ser inmortales.
Como siempre, una canción en mi cabeza. No la recuerdo ahora pero seguramente no te gustaba. Comencé a tararearla orquestado con el motor que siseaba. Me resultó curioso verme acompañado en mi tarea. Una alegría, “cuán distinto sería el mundo si todos tararearan en el colectivo”, pensé en un arrebáto poético. No estaba seguro de si aquel colega cantante había entrado antes o después que mi persona. Tampoco lo miré, acaso la voz se apagaría si le daba una cara. De todos modos, mucha gente entró cuando llegamos a la calle Rivadavia y perpetuar el tarareo no hubiese sido ético.
Ya faltaba poco y no te miento si te digo que estaba ansioso. Seguí mirando por la ventana, el otro estaba ahí por algún lado atrás mío. Se subió una mujer embarazada, por suerte estaba atento y no tardé en cederle el asiento. Cuántas veces me hiciste notar mi despiste, cuántas mujeres embarazadas y viejitas con bastón o no, lo notaron indignadas. Hoy no, me sentí bien porque no. Sólo quedaban dos paradas, de todos modos. Muy, muy poco.
Bajé yo primero. No recuerdo si lloviznaba, si estaba a punto, o si acababa de. Seguro sí que arriba era todo blanco uniforme. Clima común en esos días. Semáforo en rojo, veinte segundos de espera y a cruzar la avenida. Opté por cruzar el parque, me encaminé entonces hacia la entrada. Él pasó primero, apenas. Me sincero: no sé si convenía a los fines prácticos pasar por el parque. Pero es tan otra cosa, ese parque es tan vos, saberte criada ahí le daba otro tinte; casi que se te respira entre los bancos, en el pasto, en los árboles que silban con el viento. Quizás sea porque intento respirarte en los capítulos en que no estuve, amarte desde donde la vida no me permitió. Aprehenderte, de manera afortunadamente imposible, mas sin dejar de lado ese saborcito epopéyico necesario para dejar fuera de foco a esta realidad de unos y ceros.
Seguí el sendero principal, una señora al costado le daba de comer a las palomas. Del otro lado, a veces estaba él. O sino también más arriba, o más abajo u otros grises de entremedio. Siempre alrededor, siempre cerca. Respirándote, pasaba, pasábamos, entre el viejito que leía en aquel banco verde, la parejita que no leía en aquel otro. Y así, hasta el final. Me adelanté, la salida era angosta. Sólo cruzar la calle y ya estar en tu cuadra, pero antes, semáforo en rojo. Otros veinte segundos de sangre coagulada.
Atravesamos ese último pavimento. Llegamos a tu puerta. Dejé que él te llamara. “Ya voy”. No pasó mucho hasta encontrar a través del vidrio la luz de tu ascensor que bajaba. Saliste, te sonreí y mis ojos te buscaron. Sacaste la llave de tu cartera y abriste la puerta de calle. Lo abrazaste, no tanto, y se fueron. Juntos.
Ahí sí recuerdo que me llovieron algunas gotas. Creo que llovía blanco, tan blanco, sin que me mojara. Apuré el paso para no perder el colectivo, tenía que volver a casa.
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