Abro la canilla y dejo la Gillette dos segundos bajo el chorro. Los pelitos persisten, después ceden con la ayuda del pulgar. Levanto la cabeza y miro al espejo. Hay tiempo.
“¡Mm-Maa, Pa, ch-chicos, vengan, vengan!”
Pusimos en pausa al family y fuimos corriendo a buscar el grito. Ahí estaba Rodrigo, gringuísimo, con una sonrisa que no le cabía en la cara. Emergió entonces papá de la televisión y mamá de la cocina con olor a orégano.
Rodrigo sólo pudo señalar dónde. Nos miramos y no entendíamos por qué sus deditos inmaculados apuntaban al inodoro. Rodrigo hacía ya un rato que había aprendido a controlar su esfínter. Temimos. Uno finalmente se atrevió a mirar y ante su exclamación, nos dispusimos de a montones en semicírculo.
Era increíble.
Estábamos ahí, juntos tomados de las manos, contemplando cómo se imponía desde el fondo de la loza blanca, morocho, latino y audaz, el sorete erecto de Rodrigo. La familia se deshizo en un alarido de placer. Papá se hinchó de emoción y de pronto lo imaginó astronauta y feliz. Nos abrazamos estrechos y le dijimos cuánto lo queríamos. Mamá fijó la vista en el techo y dijo que era la abuelita que nos mandaba una señal. El sorete apuntaba hacia el cielo. Bajamos la cabeza, Papá encendió un fósforo.
Cierro la canilla del bidet, me seco y lavo las manos. Tiro la cadena sin mirar atrás.
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