--Eras tan difusa. Tu presencia de carbonilla nos confundía a todos. Te escapabas arenosa de todas las miradas. Y eso que te miraba, sí que te miraba. Todos en el trabajo lo hacíamos. Recuerdo cómo siempre te me alejabas. Buscaba conversación, te hablaba del arte, del amor, del clima. A todo asentías, a todo le sonreías. Luego seguías con tus cosas. Recuerdo tus- labios, tu boca borroneada carmesí. Tus gestos todos, que si tenés suerte se ablandan un segundo y te indican-señalan-inclinan a rutas siempre falsas. Seguías hablando, pero ya no estabas debajo de tu voz. Así, volvía al principio, a tus sonrisas carbonilla, al clima y el arte.
--Eras perfume, perfume. Etérea, imaginarte y verte eran casi lo mismo. Tu sonrisa era igualmente imprecisa en ambos terrenos.
--Un día cualquiera, casi inexplicable como ciertas lluvias o ciertas muertes, aceptaste tomar un café. Hablamos del arte, del amor, del clima. Yo esperaba a que te me fueras de nuevo. Te extrañaba de antemano, buscaba en tus labios aquella sonrisa que nunca supe si era redentora o fatal, pero que siempre anunciaba tu vuelo lejos de mí.
--Finalmente sonreíste. Pero fue distinto; me preguntaste si podía acompañarte a tu casa. Dijiste que estaba oscuro. Yo te hacía en lugares impenetrables en ese momento, pero te escuchaba hablar y algo de vos parecía quedarse ahí conmigo. Seguimos hablando durante todo el trayecto del colectivo. Llegamos y me invitaste a pasar.
--Yo no entendía nada. Me ofreciste algo para tomar y te dije que no gracias. Hablamos un poco más, luego pareció que tomaras una decisión y acercaste tu boca a la mía. Yo no entendía nada. Te besé. Para mí sorpresa tus labios tenían textura, eran de carne y entendí que tenían sangre por dentro. Te besé. Te sacaste la remera y me la sacaste a mí también. Poco a poco te fuiste haciendo más concreta. Ya no volabas: eras mujer, eras aliento caliente y sudor salado. Tanteabas, me buscabas por arriba del jean hasta que decidiste sacármelo también. Fuimos a la cama y entre besos terminamos de desnudarnos. Tu sonrisa ahora se deleitaba antes la promesa de placer; tus gestos ya no inclinaban, tus gestos ahora empujaban. Te pusiste boca abajo y recorrí tu espalda con un soplido. Te contorneabas y tiritabas en cada centímetro; no quisiste aguantar más y sacaste la cadera hacia fuera, echándome hacia atrás. “Cojéme”, dijiste en una súplica vertiginosa.
--Ahí te ví. Tu espalda agitada por la respiración a borbotones, el olor dulzón de tu humedad, tu culo parado invitándome a entrar. Tu culo fáctico, sórdido, salado, denso, constante, demandante, suplicante, bestial, gutural, mecánico-artificial, trémulo-animal, que le urgía, que necesitaba, que rogaba.
--Por eso no se me paró, Ludmila. ¿Me pasás la media que está a tu izquierda, por favor?
--Eras perfume, perfume. Etérea, imaginarte y verte eran casi lo mismo. Tu sonrisa era igualmente imprecisa en ambos terrenos.
--Un día cualquiera, casi inexplicable como ciertas lluvias o ciertas muertes, aceptaste tomar un café. Hablamos del arte, del amor, del clima. Yo esperaba a que te me fueras de nuevo. Te extrañaba de antemano, buscaba en tus labios aquella sonrisa que nunca supe si era redentora o fatal, pero que siempre anunciaba tu vuelo lejos de mí.
--Finalmente sonreíste. Pero fue distinto; me preguntaste si podía acompañarte a tu casa. Dijiste que estaba oscuro. Yo te hacía en lugares impenetrables en ese momento, pero te escuchaba hablar y algo de vos parecía quedarse ahí conmigo. Seguimos hablando durante todo el trayecto del colectivo. Llegamos y me invitaste a pasar.
--Yo no entendía nada. Me ofreciste algo para tomar y te dije que no gracias. Hablamos un poco más, luego pareció que tomaras una decisión y acercaste tu boca a la mía. Yo no entendía nada. Te besé. Para mí sorpresa tus labios tenían textura, eran de carne y entendí que tenían sangre por dentro. Te besé. Te sacaste la remera y me la sacaste a mí también. Poco a poco te fuiste haciendo más concreta. Ya no volabas: eras mujer, eras aliento caliente y sudor salado. Tanteabas, me buscabas por arriba del jean hasta que decidiste sacármelo también. Fuimos a la cama y entre besos terminamos de desnudarnos. Tu sonrisa ahora se deleitaba antes la promesa de placer; tus gestos ya no inclinaban, tus gestos ahora empujaban. Te pusiste boca abajo y recorrí tu espalda con un soplido. Te contorneabas y tiritabas en cada centímetro; no quisiste aguantar más y sacaste la cadera hacia fuera, echándome hacia atrás. “Cojéme”, dijiste en una súplica vertiginosa.
--Ahí te ví. Tu espalda agitada por la respiración a borbotones, el olor dulzón de tu humedad, tu culo parado invitándome a entrar. Tu culo fáctico, sórdido, salado, denso, constante, demandante, suplicante, bestial, gutural, mecánico-artificial, trémulo-animal, que le urgía, que necesitaba, que rogaba.
--Por eso no se me paró, Ludmila. ¿Me pasás la media que está a tu izquierda, por favor?