a Octavio Baraboglia.
Fuiste tanto que estás en todos.
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--Pero no entró. Miró las escaleras y hasta pensó en entrar. Pero no lo hizo. Se fue para un costado para que la marea de gente no lo arrastrara. Por un momento, se quedó quieto. Después giró y comenzó a caminar hacia el otro lado.
--Caminó, así, caminó por Florida. Sorteando gente que volvía a sus respectivos barrios, a sus respectivas casas y familias también. Pero Rogelio, que así se llama, no. Rogelio iba en dirección contraria a la de su barrio, a la de su casa. Hoy Rogelio pensaba hacer algo distinto.
Pasaba entre la gente por la calle Florida. No miró las vidrieras al pasar. De hecho, no miraba nada. Creo que más bien estaba muy cómodo siendo una persona con sombrero de copa y sobretodo gris que caminaba contraria al sentido habituado. Eso, quizás, le bastaba. Por eso no miraba a los costados ni a las caras de la gente. Él caminaba. Y estaba bien caminando.
--Pero paró. En algún momento el camino terminó. Rogelio, sin siquiera anunciarlo, se detuvo. Mentiría diciendo que fue abrupto. Más bien, fue como cualquier persona de sombrero de copa y sobretodo que se sienta en un banco de la plaza San Martín. De todos modos, la manera en que se detuvo no es algo nodal en esta historia.[1]
--Quedóse ahí, pues, sentado, sin mayor explicación. No fueron diez, ni quince, ni veinte minutos. No sé cuánto fue. Era invierno, el sol se apuraba en ocultarse en el horizonte de edificios. Las viejitas, sus palomas y sus perros, poco a poco se iban retirando a sus respectivos barrios, casas, familias. Ya no se escuchaban a los niños bajando del tobogán más alto ni el ¡plaf! que hacían al caerse en la arena.[2]
--Los faroles se prendieron cuando del sol ni se sabía. De a poco inundaron la noche los grillos y esos bichitos sin nombre con sus sonidos homogéneos y constantes. La noche- sin necesidad causal, sin siquiera algún resabio metafísico recalentado- se instalaba y Rogelio, tal vez también algún otro pero más que nadie Rogelio; Rogelio estaba en ella. Era, así, de noche.
Primero la zona, como siempre, seguía colmada de autos (y colectivos). La terminal de colectivos[3], la estación de trenes y otras cosas así que también congregan se encuentran cerca de la plaza. Uno a uno iban – miento- montones a montones iban entonces calle abajo hacia aquellas destinaciones que nuestro Rogelio abdicaba. De las que Rogelio no daba cuenta. Él estaba ahí, con su carencia. Eso parecía contar sus ojos.
--De todas maneras, si Rogelio no se hubiese percatado de lo colectivos, lo más probable es que no hubiese dilatado tanto el momento de hacer aquello que dio tanto que hablar. Él, dicen muchos, esperaba. Con los ojos fijos (clavados) en eso que ya no estaba.
--Una pareja joven estaba en un banco cerca de Rogelio. Hacían las cosas que hacen las parejas jóvenes en los bancos de las plazas. Estuvieron un rato hasta que pararon. Ella se había enojado por algo y él intentaba disculparse. Después empezaron. Después, de otro rato más largo, pararon. Luego se levantaron y se fueron. Cuando caminaban, él le rodeaba la cintura con el brazo.[4] Quedaron solos, entonces, Rogelio y ese que dormía en otro banco.[5]
--El espacio se veía sumergido en un silencio tal- o, más bien, un no-ruido- que esos sonidos que les conté que hacían los grillos y bichos sin nombre, comenzaron a tomar protagonismo. Se formó paulatinamente un colchón de ellos que no sabía de vida urbana.[6] Lavida de Rogelio se resumía en la mirada fija en aquello que no estaba. Qué le importaban los grillos o el tipo aquel que fingía (estaba segurísimo) estar dormido. Rogelio no se fijaba en su reloj. Pero los minutos iban colándose uno a uno todos desorganizados y sin ningún orden aparente. Hubiese sido insoportable para cualquier otra alma testigo.[7]
--Pasó quién sabe cuánto tiempo anónimo. Rogelio y su mirada. Su mirada que no encontraba. Nada sino espacio. Sino ausencia, carencia. Sus ojos parecían querer comerse, cancelar el desencuentro. Era totalmente inverosímil. Ridículo. Cómo la nada, si lo que fue, fue tanto. Inconcebible tanto vacío sin cicatrices. Hasta el aire que respiraron debía ser de más espeso. O azul. Tan presente era su ausencia que irremediablemente absurdo se hacía no poder tocarla.
--Lo que primero fue tristeza y desengaño, paulatinamente se convirtió en enojo.[8]Con qué derecho, con qué autoridad se mostraba aquel banco verde tan real. Tan tangible. Rogelio estaba seguro de que si se acercaba al banco podría tocarlo, sentir la textura de la madera pintada curtida por el tiempo. Si acercaba la lengua, sentiría el gusto a madera pintada de verde. Y, claro, lo mismo pasaría si lo olía. Estaba ahí, sin más. Rogelio sintió esa certeza como un escupitajo al alma. Supo hasta en los dientes que no había ojos, lengua, nariz o piel que le hablara de eso que ya no estaba. Qué ente perverso había decidido disponer las cosas de aquel modo.
--Rogelio vio de pronto la conspiración malévola a la que estaba sometido. Como quien sorprende a un colega robándose una lapicera de su despacho. No, aún peor. Paulatinamente Rogelio dio cuenta de ese sometimiento injusto, de esa íntima violencia solapada.[9] Entendió el pacto tácito al primer mordisco de manzana. Sintió su sangre espesa y de los ojos cayeron un par de lágrimas. (No llegó al llanto, la tormenta empezaba y hubiese sido redundante.)
--Se levantó del banco. La tormenta se asentaba vigorosa.[10] Estuvo unos segundos parados sin moverse. Con pasos anchos, se hizo paso en la cortina de agua hacia aquel famoso espacio vacío. Fue entonces cuando Rogelio se agachó.[11] Su respiración se hacía lugar entre los grillos. Sus dedos escarbaban erráticos. Buscaban y buscaban mientras las gotas los recorrían y lamían todos. La uñas también. Las uñas buscaban y, cuando encontraban, penetraban en las aberturas de la baldosa testigo. El barro, a su vez, se hacía paso en los resquicios entre las uña y la carne. Algunas, una o dos, no resistieron y se quebraron. A Rogelio no le importó. Su sombrero de copa había quedado en el suelo luego de un brusco movimiento de cabeza. Rápidamente se le formó un surco de agua que empezaba en su pelo, alguna vez tan pulcro, tomaba forma en la frente, se definía elegante en la nariz y concluía en un flaco chorrito hacia el abismo. [12]
--Al cabo de unos minutos, la baldosa comenzó a ceder. Rogelio tenía los dedos muy lastimados pero él nunca lo notó. Con toda la fuerza que disponía, siguió tirando para arriba. Finalmente tuvo la baldosa entre sus manos . El corazón le salía del pecho. El cielo relampagueaba como programa japonés. Rogelio se irguió, imponente, y abrazó con todo el cuerpo la baldosa.[13] Los árboles se quejaban de viento. Cada tanto, un trueno copaba el escenario. Los grillos ya eran impensables en ese contexto. La respiración agitada de Rogelio, algo meramente tácito en el presunto caos. Se aferró con más fuerza al objeto que llevaba junto al pecho y comenzó caminar- casi trotar –hacía algún sitio que lo reparara mejor del tiempo.
¡Plaf!, ¡plaf!, ¡plaf! Los zapatos de Rogelio chapoteaban en los charquitos y pequeñas corrientes de agua improvisadas por la tormenta. El viento le opuso la resistencia necesaria como para sentirse agredido. Tal era la violencia del soplido que Rogelio tuvo que flexionar un poco las rodillas y ejercer cierta fuerza para avanzar. Sin pensarlo demasiado, terminó debajo del techo de una construcción erigida junto al arenero para quién sabe qué. Notó con el rabilo del ojo que el indigente también estaba ahí; tirado o acostado, durmiendo o intentando hacerlo. Dada la situación hostil, Rogelio decidió quedarse en aquel sitio hasta que el tiempo mejorara un poco. Recién en ese momento se dio cuenta de lo empapado que estaba y de que de su sombrero no había rastro. Su pelo estaba empapado; también la cara, que hasta un poco de barro tenía. Rogelio sostenía-abrazaba- con firmeza la baldosa y la ocultaba de ojos inapropiados con su sobretodo. [14]
Rogelio le pagó el monto requerido al taxista. Se despidió y salió del auto con la baldosa siempre entre sus brazos. El coche no tardó en arrancar a paso ligero.
Necesitó girar dos veces la llave para poder entrar a su casa. Como todos los días. Acto seguido encendió la luz y, luego de tirar por ahí el sobretodo, buscó una esponja para limpiar la baldosa. Tuvo que frotar fuerte. El barro y la mugre se fueron yendo sin demasiado orden por los tres huequitos del lavabo. Después la secó con una toalla beige. No se preocupó mucho por sus uñas. Se limitó a enrollar a la que sangraba un poco con una servilleta.
Rogelio dejó un momento la baldosa en la mesa de luz del dormitorio para ir al baño. Hizo pis sentado y se lavó los dientes. Con una punta del pie derecho, hizo presión en el talón del zapato izquierdo y este salió sin mayor esfuerzo. Así también hizo con el zapato derecho Luego se sacó el pantalón y calzó un short blanco que hacía de pijama. Abrió la cama mientras tomaba aire. Se lo veía tranquilo, acaso imperturbable. Aquel en la tormenta parecía de otro relato. Sólo sus ojeras daban cuenta de una finitud que le costaba aparecer.
Era tan tarde ya. Rogelio comenzaba a desabotonarse la camisa cuando su cuerpo todo se dio cuenta al unísono. Se dejó caer en la cama. Pero no, algo faltaba. Con un esfuerzo irrisorio para aquellas horas estiro el brazo hasta la mesa de luz del otro lado del mundo. Agarró la baldosa y la acomodó al lado suyo. Estaba ligeramente inclinada en la almohada conjunta a la de Rogelio, en la almohada vacía. Rogelio apoyó la cabeza a su lado y fue como si el universo entero le hiciese coda. Metió las piernas debajo de las frazadas y después de un movimiento torpe de brazos, ambos quedaron tapados. Algún ojo sensible o ligeramente perturbado diría que era conmovedor. Rogelio apagó la lámpara a su lado y todo fue obscuro. Esa noche soñó con viento en hojas de plaza, la sensación cálida del sol en la nuca y una sonrisa de mujer en primavera.
Al despertar, antes siquiera que la luz, Rogelio sintió un profundo olor a jazmines. Sonrió apenas y con una de esas certezas que ya no existen, buscó con su brazo en el otro lado de la cama.
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[1]Pido disculpas por mi falta de ortodoxia como narrador de lo que usted está leyendo. Me resulta muy difícil su abordaje dada su extraña temática y por otras cuestiones que prefiero reservarme. A veces la risa, el divertimento, maquilla marcas que no nos son tan placenteras. Reitero mis disculpas y les aseguro que pondré todo mi empeño en relatar lo sucedido de una manera acorde a los eventos acontecidos. De todos modos, les pido a ustedes, que conocen mi historia, que sean indulgentes conmigo.
[2]Dicen que había un espacio de juegos para los niños a una distancia relativamente cercana de donde Rogelio estaba sentado. Dicen, también, que este espacio de juegos tenía mucha arena para amortiguar sus caídas. Usualmente esto producía reacciones varias a los padres de los niños, dado que muchos se quejaban de tener que gastar valiosos minutos en sacarles la arena que se metía en las zapatillas
[3]Algunos prefieren utilizar la palabra “micros” en vez de ésta al considerarla más rigurosa. A mí, francamente, no me importa.
[4]Puede que lo hayan visto a Rogelio una de las veces que pararon. Es posible que se hayan sorprendido de que la mirada de aquel hombre con sombrero de copa se dirigiese siempre a la misma zona.
5] Juan habíase empezado a acomodar poco tiempo después de que Rogelio se hubo sentado. Se había tapado con unas cuatro o cinco frazadas desgastadas. Para que evitar la incomodidad de la madera hostil del banco, Juan acostumbra, se sabe, desplegar un fino papel, quizás plástico.
[6]Siempre me resultó curioso pensar en estos escenarios que se despegan de la rutina. El lugar donde estaba Rogelio, por las mañanas podía ya ser bastante caótico. ¡Ah! Mítica Buenos Aires, ciudad de sueño gris, sonrisita y escote, arrabal for export y tanto otro ¿Es, acaso, el mismo lugar que cuando Rogelio cerraba los ojos y todo era grillos, bichitos sin nombre? O más bien es un ir y venir constante… El lugar donde me encuentro podría no depender tanto como creemos de la ubicación geográfica. Quién sabe. De todos modos, Rogelio nunca pensó en esto.
[7]Tenemos suficientes pruebas como para sostener que, al contrario de lo que Rogelio suponía, el indigente estaba dormido.
[8] Claro que aquel en el otro banco, los grillos y el resto de su entorno, no podría haberse percatado de ello. El rostro de Rogelio, parcialmente cubierto por la sombra que le proporcionaba su sombrero, permanecía casi inescrutable. Aunque algunos, sin duda observadores más perspicaces que su narrador, sostienen que los ojos de Rogelio comenzaron a reflejar un frío gélido. No sé qué quisieron decir con eso.
[9]Confidentes aseguran que Rogelio asoció rápidamente este pensamiento a su amigo Ernesto diciendo “Es lo que hay”.
[10]Juan había detectado la tormenta minutos antes de que llegara. Esto le permitió sentirse muy desdichado y, a su vez, cambiar su locación a un lugar más reparado.
[11]Algunos cuentan en este momento que justo en aquel momento se escuchó un trueno. Juzgo que toda esa cháchara es una mentira inventada como decoración barata.
[12]Técnicamente, el chorrito caía en el suelo de la plaza, como las demás gotas. En este caso, caía específicamente en la baldosa a cual Rogelio arremetía. Opino que esto se debe a la poca distancia que había entre su cabeza y dicha baldosa.
[13]Comentan que si se llega a hacer la película, en este momento habría un paneo de trescientos sesenta grados de Rogelio abrazando finalmente la baldosa; también música de violines y, quién te dice, algún timbal.
[14]Releyendo los borradores de esta narración, he encontrado bastante molestas las numerosas notas al pie de página. De todos modos, tomo la decisión de no censurarme y enchufárselas al lector. Por otro lado, y dado que catorce es un buen número, no verán más notas al pie en lo que queda del relato.
jueves, noviembre 29, 2007
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